La exposición de Javier Pérez (Bilbao, 1968) que se presenta en ARTIUM de Álava tras su paso por el Carré D´Art en Nimes (Francia), muestra una revisión de la trayectoria artística desde 1994 hasta la actualidad de uno de nuestros artistas jóvenes con más proyección internacional.
El trabajo de Javier Pérez se puede inscribir dentro del grupo de artistas cuya obra está ligada al cuerpo, y más particularmente a su propio cuerpo, protagonista de un gran número de obras, y que considera como un espacio que habitamos por un tiempo y con el que nos prolongamos hacia el exterior. Sus esculturas, instalaciones, dibujos y vídeos hacen referencia a cuestiones como la inestabilidad, la ambigüedad, la ligereza, lo efímero o la fragilidad de la vida misma, y para ello a veces utiliza materiales como el humo, el cristal, la porcelana o el espejo, y otras, materiales orgánicos como crines de caballo, pan o incluso crisálidas de gusanos de seda.
Se podría decir que la exposición comienza en el vestíbulo del museo con Un pedazo de cielo cristalizado, pieza que forma parte de la colección permanente de ARTIUM y que con su inmensidad, la ligereza de sus lágrimas de cristal y su particular sonido, da la bienvenida a los visitantes. Esta obra se relaciona en cierta manera con la pieza que abre el conjunto de la exposición, Cúmulo, una gran escultura de poliéster cuya forma y sensación de ingravidez puede recordar a una gran nube de verano.
El intrigante mundo de la máscara, objeto del trabajo del artista entre 1995 y 1998, aparece en Máscara ceremonial y Reflejos de un viaje. El interés y la atracción de Pérez hacia los objetos etnográficos de este tipo se manifiesta en la primera, en la que se adivina entre largas crines de caballo las facciones de un rostro humano. Por su parte, en Reflejos de un viaje, aparece en una videoproyección un hombre cubierto con una máscara de espejo - expuesta en la sala - que pasea de noche por Praga. La ambigüedad de ese rostro anónimo bajo la brillante máscara, y el reflejo de esa bella ciudad deformada sobre el espejo, recrean una atmósfera misteriosa que se transforma en irreal y espectral a medida que el protagonista avanza en su paseo.
De producción reciente son El Baile de la soledad II y Un sueño largo en la que por medio de una cama alargada y de grandes dimensiones consigue un violento efecto de perspectiva que modifica la escala humana y proyecta a los visitantes a otro espacio. De gran sutileza es Capilares II en la que nuevamente utiliza crines de caballo para representar una columna vertical humana y la red de circulación sanguínea. La fragilidad del ser humano es abordada en la delicada Levitas. Sobre veintiuna burbujas de cristal se presentan las huellas de unos pies que andan sin tocar el suelo como si levitaran.
Una pieza particularmente atractiva por la textura del material con el que está realizada, es Anatomía del deseo. Sobre tres mesas iluminadas con lámparas fluorescentes que proyectan una fría luz de hospital se despliega un conjunto de objetos de apariencia orgánica, hechos en porcelana de Limoges, y que recuerdan a espermatozoides gigantes. Parece que el deseo sexual masculino hubiera sido congelado y estuviera a punto de ser diseccionado.
Varias videoproyecciones se suman al recorrido de la exposición. En Un universo a medida (Métrica Mundis) un hombre desnudo lanza bolas al aire que flotan y se rompen contra el suelo. Este acto, percibido únicamente a través del sonido consigue mezclar lo onírico con lo real. 60 escalones (Perpetuum Mobile) recrea el mito de Sísifo castigado por los dioses a empujar una roca hasta la cima de una montaña para allí dejarla caer por su propio peso y volver a repetir infinitamente esta acción. Látigo,en la que nuevamente un personaje enmascarado se mueve con violencia en lo que a veces parece una danza ritual o una huida desesperada de sí mismo.
Un agujero en el techo y Tempus Fugit de gran espectacularidad, cierran la exposición. La primera de ellas recrea la alegoría de la escalera de Jacob por medio de veintiuna escaleras de cristal cuya fragilidad envuelve al visitante en un movimiento en espiral que tiene su final en la ventana situada en la parte superior de la sala. El ineludible y temido paso del tiempo se recrea en Tempus Fugit. Un reloj de arena roja rodeado por doce campanas de cristal que repican simultáneamente, nos recuerda la fugacidad de la vida. Como en gran parte de la obra de Javier Pérez, la belleza y la exquisitez de los materiales elegidos se contrapone sin tapujos a los interrogantes fundamentales del ser humano.